lunes, 18 de abril de 2011

¿TE APETECE UN BATIDO DE VAINILLA?

Con una condición: que sea del gallipot

Mª del Pino Gil de Pareja
Blanca Mª de la Puente González-Aller




Un batido, una sociedad


Sabemos por naturaleza que la existencia humana en solitario hace imposible la felicidad, la vida en sí misma. Ningún hombre opta por vivir enteramente solo ya que el hombre es por naturaleza un animal social. Los seres humanos estamos vinculados los unos con los otros pues nos necesitamos mutuamente, todos somos como un solo hombre, y este único hombre no es sino la sociedad. Al igual que un batido de vainilla requiere de una mezcla de diversos ingredientes para lograr el sabor deseado, la sociedad requiere la convivencia de los distintos miembros que la conforman para alcanzar su fin: el bienestar común.


La estructura de una sociedad es semejante a la de un batido de vainilla, todos sus ingredientes se encuentran en un mismo vaso pero no por ello ocupan un mismo nivel de la jerarquía. Todos tienden a un mismo fin, este es, lograr el sabor perfecto, un sabor inigualable, un sabor único, donde todos los ingredientes forman uno solo, y solo entonces podrás afirmar con certeza y orgullo que este es realmente “el batido del Gallipot” y no el de cualquier otro sitio, es decir, la verdadera sociedad, y no otra cualquiera en la que escasean los valores y los deberes respecto al bien común. Si lo que busca el pragmatismo es ceñirse a las situaciones y elementos de la vida cotidiana, ¿qué mejor que filosofar acerca de algo tan cercano y asequible como una bebida de semejante calibre?

La mayoría de los vasos en los que se sirven batidos muestran una figura alargada a modo de cilindro en la que la parte superior, la cual solemos identificar como el borde de la copa, suele ser la más ancha. Progresivamente tiende a estrecharse conforme se desciende hasta el llamado culo o pie del vaso.

Es en la parte más amplia en la se encuentra situada, casi siempre a punto de desbordarse, la nata montada. Sobre ella se alza altanero el caramelo. El caramelo es el sorbo más bueno y placentero del batido. Su sabor nos endulza hasta las entrañas. El más mínimo contacto entre nuestras papilas gustativas y este pegajoso manjar ilumina de repente nuestra mirada. Así es el placer, ídolo de la mayor parte de la sociedad. Despierta en nosotros nuestros más recónditos deseos y nos llama con fervor e insistencia. No es por tanto de extrañar que muchos hayan dicho que sí a su llamada. Gentes de todo tipo y condición viven en y por el placer constituyéndose así en el caramelo del batido de la sociedad. No hay nada más que ocupe sus mentes o corazones puesto que el placer lo inunda todo. Es, sin embargo, el trago más corto y efímero: el caramelo se acaba enseguida.

Tras el líquido del caramelo, le toca ahora recorrer el tubo de la pajita a la nata. Este ingrediente es siempre esencial en las bebidas refrescantes. Su textura espumosa nos aporta cierta sensación de confort y serenidad. Es algo así como el colchón en el que reciben su descanso las personas tibias de la sociedad. Gentes que no se decantan ni por un extremo ni por el otro, sino que deciden o, más bien su instinto les conduce a, tumbarse a descansar y no molestarse en luchar. No se plantean ni siquiera el por qué de su existencia porque ello supondría demasiado esfuerzo. El resultado es el asqueamiento o pesadez que en ocasiones produce un atracón a nata montada. Si bien es cierto que  parte del ingrediente queda a veces dentro de la copa, el resto tiende a desbordarse por las paredes exteriores a causa de la magnitud del batido en sí.

Y por fin llega a nuestros labios el inconfundible sabor a vainilla protagonista de nuestra bebida. El batido es la esencia, la parte más duradera, aquello que parece abarcarlo todo y que cumple el papel protagonista. A él pertenecen todas aquellas personas que se han decantado ya por su lugar en la vida. Ellas conocen su misión y luchan diariamente por cumplir sus objetivos con esfuerzo y dedicación. Gentes trabajadoras y luchadoras, maduras y responsables. Se podría decir que el batido de nuestra sociedad está formado por todas aquellas personas que alguna vez cursaron la asignatura más importante de nuestras vidas que no es otra que la de teorizar acerca del por qué de nuestra existencia. Ellas ya se lo plantearon y dieron cuenta de su misión, luchando diariamente por cumplir, no sin esfuerzo, las tareas a ellos encomendadas. Sin embargo, ellos no han llegado hasta el fondo del vaso. Ellos no son el último sorbo.

El último sorbo es siempre el más esperado. Es, sin embargo, aquel al que cuesta más llegar. Para acceder a él es necesario haber ingerido anteriormente todo el batido. En este último sorbo se haya contenida toda la esencia del batido: caramelo, nata y vainilla se reúnen al final del camino para dar lugar a la confluencia de sabores más deliciosa jamás probada. Son los filósofos los únicos que tienen  acceso privilegiado al sorbo final del batido de vainilla. Son ellos los únicos que no han sucumbido a la tentación del caramelo, que no se han detenido a descansar en el esponjoso colchón de la nata y que tampoco han decidido establecerse cómodamente en el batido de la mayoría. No. Ellos han querido luchar hasta la meta para poder llegar hasta el sorbo final. En él se puede experimentar el placer del caramelo, pero no de manera superficial sino desde dentro. Se descansa en la nata de la búsqueda. Y se brilla por ser diferente, único e inconformista. Pero pese a todo lo anterior, el sorbo final es vergonzoso. Cuántas veces debemos contenernos a nosotros mismos y guardar las composturas para no sorber el poso de la bebida cuando estamos ante el público. Y es que, nunca se dijo que ser filósofo fuese fácil. Sorber en público y conteniendo la vergüenza el poso final del vaso aunque ello suponga la mirada indiscreta e hiriente del público: eso es la filosofía y es ahí donde nos encontramos los filósofos en el inacabable batido de vainilla de la sociedad.

 El verdadero filósofo es el que le daría la vuelta a este ensayo aduciendo a su autor una pequeña pega: el batido se bebe de abajo arriba. Si has caído en ello, eres un filósofo.



FALTA RESPETO Y SOBRA MANIPULACIÓN


“Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad” dijo una vez Aristóteles. Pero ¿Qué es la verdad? Esta pregunta la han formulado pensadores de todos los tiempos y la definición más aceptada y clara fue propuesta por Tomás de Aquino: la verdad es la adecuación del entendimiento y la realidad. Ahora bien, si el conocimiento que toda persona posee sobre la realidad admite la duda, la opinión y la certeza, y si según esta célebre frase que define la verdad, es el entendimiento el que se conforma a la realidad de las cosas, entonces ¿Existe la verdad cuando dudo? ¿Es que solo cuando tengo certeza y evidencia de que la realidad que conozco se adecua a la realidad de las cosas puedo decir que algo es verdadero? ¿Puedo conocer la verdad?

Cada vez que me hago a mi misma estas preguntas se barajan en mi cabeza distintas respuestas. Por momentos pienso que podemos conocer la verdad, pues sin verdad no sería posible el conocimiento y sin conocimiento no podríamos manifestarnos la verdad recíprocamente y en consecuencia, la sociedad no existiría. Pero una vez dicho esto, cambio de opinión repentinamente y pienso que uno no puede conocer la verdad, pues cada uno conoce de manera subjetiva, pero no… esto me llevaría a un relativismo, postura con la que estoy totalmente en contra. ¿Será  entonces la verdad el producto de la opinión de la mayoría? Tampoco, sería como decir que la verdad es aquello que decide quien tiene poder para imponer su opinión. Estoy segura de que esta confusión proviene de un malentendido en la definición de verdad, y así es. Tomás de Aquino quería decir que el sujeto depende de la realidad no la realidad del sujeto. En la sociedad actual caemos en la tentación de creer que la verdad depende del ser humano, pero la verdad es la realidad y por tanto no es relativa ni del conocimiento ni de la voluntad del hombre, no depende de las opiniones de la mayoría.

Reflexionando uno cae en la cuenta de que el ser humano sabe que muchos de sus conocimientos son poco seguros, más o menos dudosos, probables o incluso erróneos, pero sabe también que algunos conocimientos son ciertos e incuestionables. Esto es porque tenemos constancia de la existencia de una verdad que, al tiempo que nos trasciende, nos resulta alcanzable. Ya lo decían los versos de Antonio Machado:

“¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.”

Si descolocamos el concepto verdad y pasamos a ‘mi’ verdad estamos rompiendo la objetividad. Empezamos a especular, a hacer nuestra verdad pero no es la verdad. La misma experiencia del error nos demuestra que se puede alcanzar la verdad pues sabemos que un conocimiento o una acción es un error cuando lo comparamos con lo verdadero, de lo contrario todo serían errores y no nos daríamos cuenta. “Podemos equivocarnos y olvidar, pero sabemos que la realidad es única y que siempre hay una verdad, incluso cuando se miente o se yerra”[1].

El hombre busca por naturaleza la verdad, tanto en la acción como en la palabra. Pero dada nuestra naturaleza, el conocimiento humano siempre se verá sujeto a dificultades exteriores e interiores: por un lado, el carácter oscuro de la realidad y por otro lado, la torpeza de nuestro entendimiento guiado por los intereses personales y cegado por la comodidad, la riqueza, el poder, la fama, el placer… que pueden llegar a tener más peso incluso que la propia verdad. Por esta razón es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad reconociéndola como es y no como los gustos de la inteligencia prefieran. La verdad tiene su origen en la realidad  por lo que la adecuación entre el entendimiento y la realidad depende más de lo que son las cosas que del sujeto que las conoce.

Un conocimiento es verdadero cuando manifiesta y declara el ser de las cosas. Para aceptar la verdad hay que reconocer las cosas como son. Si se vive a espaldas de la verdad uno acaba en la autojustificación, en la subjetividad enfermiza, en el relativismo. Vivimos en una sociedad en la que se cumplen las palabras de Pascal que dicen así: “Decir la verdad es útil para aquel a quien se dice, pero es desventajoso para el que la formula, puesto que se hace odiar”. Pero a esto contestaría Goethe: “La verdad enojosa vale más que el error provechoso”

Debido a una falta de respeto en la manifestación de la verdad por parte de las personas, nuestra sociedad acaba recibiendo con confianza un lenguaje manipulado que no conduce según la verdad sino según los intereses del propio manipulador. Nuestro reto hoy en día es educar en la verdad mediante el lenguaje, que es el vehículo y expresión del pensamiento, con el fin de conducir al humanismo y acabar con esa inclinación a ocultar o deformar la verdad. En el lenguaje “la verdad se desdobla en dos diversas vertientes, por una parte, la precisión del lenguaje, y por otra, el ajuste del habla a las situaciones particulares”[2]. Como quiere mostrar Austin “un adecuado análisis del lenguaje veritativo confirma la teoría de la verdad como correspondencia entre enunciados y hechos”[3].

Para avanzar en el conocimiento debemos esforzarnos por captar mejor la realidad de las cosas y no conformarnos y quedar anclados en lo que opinan las personas pues no constituyen una fuente última de verdad.

                                        



[1] E. Alarcón: Verdad, Bien y Belleza. Cuando los filósofos hablan de valores, Anuario filosófico, nº 103 (2000), p. 61.
[2] J. L. Austin: Análisis y verdad, Anuario Filosófico X/2 (1977), p.4
[3] Ibíd., p.2