Con Georgias, Isócrates, Platón, y en especial con Aristóteles y Cicerón, el arte de la palabra, esto es, la retórica, adquirió gran importancia, tanta, que llegó a recibir el título de “oficio”. Este oficio del buen decir tenía y sigue teniendo como tarea transmitir oralmente de manera clara, precisa y rigurosa la articulación de pensamiento y vida que uno ha llevado a cabo durante la escritura propia. Uno escribe para sí mismo y para los demás, para crecer y “compartir ese manojo de ideas, afectos y sentimientos que cada uno es”[1] por medio de la comunicación hablada o escrita. Pero así como el dominio de la palabra y su comunicación exitosa -la retórica- requieren reflexión y hábito de escritura previa, tanto el escritor como el orador no dejan de ser dos enanos a hombros de un gigante[2]; un gigante con el que nuestra sociedad se ha enfrentado y del que se quiere deshacer: el oyente y su capacidad de escuchar. ¿De qué sirve la escritura y la palabra hablada si nadie te escucha?
Vivimos en la era de la tecnología y de las grandes velocidades. Nuestro lema “sin prisa pero sin pausa” ha pasado a ser “con prisa que no hay tiempo”, lo que se traduce en “apuesta por la cantidad y la rapidez y olvídate de la calidad y el rigor”. Debido al “no tengo tiempo” la capacidad de escuchar y de prestar atención se han visto perjudicadas. Poco a poco hemos ido perdiendo la costumbre del diálogo cara a cara, situación que se da entre dos personas donde una ejerce de locutor y otra de oyente, de manera que ambos quedan abiertos a la interpretación no solo de sus palabras sino también de sus gestos, su mirada, sus silencios y el contexto en el que se encuentran. Ahora, en cambio, uno se encara a la pantalla y no a la persona, utiliza el teclado y no la boca, no se expresa mediante gestos sino que trata de buscar entre una limitada variedad de pelotitas amarillas el happy que mejor exprese su estado de ánimo, uno no puede extenderse en la conversación ni expresarse con paz y naturalidad porque tiene que adecuarse a los 160 caracteres que tiene un sms o a los 140 del twitter, y para cuando el tuenti, el facebook o el correo nos permite extendernos, resulta que nadie nos lee porque no tiene tiempo o porque al ver una masa de tinta negra se abruma, acostumbrado a un párrafo. ¿Y tenemos la osadía de llamar a esto comunicación? ¿Acaso alguien te escucha? Debido a la falta de tiempo dada la locura de ritmo de vida que llevamos y a las grandes cantidades de información disponibles a todo público gracias a los nuevos medios, ya no solo no te escuchan sino que apenas te leen, de ahí que se haya tenido que recurrir a la pirámide invertida y a la lectura en diagonal, incluso tratándose de textos breves.
Nos encontramos ante una paradoja. Vivimos en la era de la comunicación y de la no comunicación: de la comunicación porque las veinticuatro horas del día estamos conectados los unos con los otros a través de internet, y de la no comunicación porque nadie nos escucha ni nos presta la atención merecida ¿Por qué? Porque ya no existe el verdadero oyente, aquel que es capaz de dejar de lado sus preocupaciones para regalarte unos minutos de su tiempo. Un ejemplo claro son las redes sociales. Póngase el caso de alguien que crea un evento en facebook para compartir un texto y se lo envía a sus “469” amigos y a los amigos de sus amigos ¿Acaso cree esa persona que todos esos supuestos amigos leerán su mensaje? Muchos ni lo abrirán, otros lo abrirán únicamente para darle al “quizás” y quitárselo del medio, y la mayoría de los que tuvieron la cortesía de leerlo lo hicieron por encima. Y yo me pregunto: ¿Cuánto tardó esa persona en redactar el mensaje? De esta manera se multiplica el problema; ya no solo carecemos de tiempo, sino que el que tenemos los perdemos en comunicaciones inútiles, sin logros ni efectos y sin destinatario. En definitiva, que muchas veces hablamos a la pared. ¿De qué sirven tantos inventos que nos conectan con el mundo y nos desconectan de las personas? Para que reine una buena comunicación se necesita ante todo aprender el oficio de escucharnos los unos a los otros, de lo contrario se empobrece la mente, se pudren las ideas y se mata a la imaginación.
“Se necesita coraje para pararse y hablar. Pero mucho más para sentarse y escuchar” decía Winston Churchill. Y ese coraje no es otro que el de quien se dedica a la filosofía. Nuestros escritos para que sean dignos de ser compartidos necesitan nutrirse mediante la escucha, pues como bien dice Jaime Nubiola, “la verdad se busca en comunidad. Aprendemos de nosotros mismos escuchando a los demás, a lo que ellos dicen de nosotros o incluso de sí mismos”[3].
Tenemos que ser como la pequeña Momo[4], aquella niña de unos ocho o doce años que en un mundo tecnificado donde las amistades se enfrían por culpa de unos ladrones de tiempo, los llamados “hombres grises”, destaca por una “extraña” cualidad: sabe escuchar. No todo el mundo sabe escuchar de verdad, y menos aún como Momo, quien con su sola presencia, atención y simpatía, sin ni siquiera preguntar ni aportar buenas razones, hacía surgir en los demás ideas y pensamientos brillantes. Los tres cimientos de la filosofía son, en este orden: escuchar mucho, pensar mucho y escribir mucho. El arte de escuchar sustenta todo el edificio del saber, pues como decía Lloyd Alexander: “En ciertos casos aprendemos más buscando la respuesta a una pregunta y no hallándola que conociendo esa respuesta”[5], es decir, se aprende más escuchando no solo aquello que nos interesa oír.
“Para conquistar la sabiduría se necesita mucho tiempo”[6] e invertir el tiempo en escuchar vale el doble. Hay que tener presente que “quien controla una conversación no es quien más habla sino quien mejor escucha”[7]. Ahora bien, no quiere decir que uno tenga que callar antes que hablar, hay que hacer ambas cosas, hablar y escuchar porque una cosa no quita la otra. Así lo reflejaba Ionescu en De un país lejano[8]:
“El Ruido se echó al lado de la chimenea para descansar.
El Silencio y el Ruido eran primos.
No es que estuvieran enfadados
pero pocas veces hablaban.
-Me haces daño cuando hablas.
-¡Qué estrépito organizas!-se quejaba el Silencio.
-Y yo a ti no te entiendo nada.
Parece como si no tuvieras voz
-solía contestarle el Ruido.
El Ruido y el Silencio -en nuestro caso, Hablar y Escuchar- son primos que no están enfrentados porque ambos son necesarios en toda conversación, pero entre ellos se hablan poco porque se respetan el uno al otro, para que el Silencio hable el Ruido tiene que callar. Cuando se interrumpen, ambos parecen enfadados porque hablar cuando hay que escuchar da lugar al conflicto y permanecer en silencio cuando hay que hablar da lugar a confusión.
Es necesario aprender a escribir porque “la escritura puede hacer que una voz atraviese el tiempo y viva eternamente como los dioses”[9]. La palabra es un regalo y una responsabilidad, hay que aprender a dominarla y combinarla por escrito para que pueda pasar a ser objeto del buen decir. Si quieres escribir, comunicar y ser escuchado… aprende a callar y a escuchar.
[1] Nubiola, Jaime, El taller de la filosofía, ed. Eunsa, Navarra, 2010, Pág. 88.
[3] Cfr. Ibíd. Pág. 87 y 115.
[4] Cfr. Ende, Michael, Momo, ed. Alfaguara, Madrid, 1995.
[5] Alexander, Lloyd, El libro de los Tres, Prydain Chronicles, 1964-1968.
[6] Gozález, Luis Daniel, Guía de clásicos de la Literatura infantil y juvenil, Ed. Palabra, Madrid 1998, Pág. 176.
[8] Ionescu, Angela C, De un país lejano, Colección labor bolsillo juvenil. Barcelona, 1985.
[9] Schami, Rafik, Narradores de la noche, Colección Las Tres Edades. Siruela. Madrid, 1990, Pág. 234.
Me gusta!!! hoy en clase te ha tocado más escuchar que hablar, pero como tú misma has dicho, eso es bueno!! jeje
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