El hombre es social por naturaleza. Necesita la relación personal y la convivencia con los demás hombres para realizarse como persona. A nadie gusta estar solo, es más, la soledad es considerada como algo temible. ¿Por qué? Porque somos seres dotados de razón y de sentido común, pero también de pasiones, emociones y sentimientos que pueden llegar a dominarnos. Muchas veces la irritabilidad, la ansiedad, el odio, el dolor y todo tipo de emoción negativa adquieren tal fuerza que acaban con la felicidad, el amor, el ánimo que tanto deseamos. El desahogo se presenta entonces como única escapatoria a esa tensión espiritual que se genera en nuestro interior arrebatándonos la paz. Dependemos de los demás, de su escucha, su apoyo, su comprensión y reconocimiento para no caer en nuestras propias flaquezas y tropezar con los obstáculos. En definitiva, para no sentirnos solos. La desilusión, el pesimismo y la infelicidad son experiencias duras de sobrellevar; si se refugian en la soledad pueden llevarnos al aislamiento, a la depresión, a la violencia por pérdida del control o quién sabe, quizá al suicidio. Según un informe publicado en Science en 1987, “el aislamiento tiene la misma incidencia en la tasa de mortalidad que el tabaco, la tensión arterial elevada, el alto nivel de colesterol, la obesidad y la falta de ejercicio físico”[1]. “Soledad” aquí hace referencia a la falta de convivencia. La convivencia es un arte que hay que aprender y se aprende conversando con otros, preguntando, escuchando, expresándose, etc. Hemos sido creados para vivir en comunidad.
Pero esto es solo un tipo de soledad. Una cosa es estar solo, carecer de compañía, estar aislado, y otra muy distinta es sentirte solo, inmerso en la nada, vacío por dentro a falta de sentido de la vida incluso cuando se está acompañado. ¿Cómo se explica ese vacío?
Vivimos en una sociedad en el que priman los bienes materiales sobre los espirituales. Acostumbrados al bienestar y al confort, tratamos de encontrar la felicidad y justificar nuestra existencia en la posesión de cosas al margen de planteamientos trascendentales. Esto explica que la perdida de tales bienes lleve a la angustia, al absurdo, a lo que Viktor Frankl denomina “la frustración existencial: el vacío interior en que se hunde el hombre que de pronto ve su existencia desposeída de un significado que la haga digna de ser vivida”[2]. Pero ese vacío interior al que uno se siente arrojado no se debe únicamente a una carencia de valores, a una falta de creencia. Las nuevas tecnologías, el ruido, las modas, el trabajo, las prisas, el ritmo de vida, etc., llenan todo nuestro tiempo y se olvidan a menudo de recordarnos que poseemos algo tan valioso como es la interioridad y que se necesita estar a solas para conocerla. Hay quien todavía no se ha dado cuenta de que dentro de sí lleva un Yo; un yo que pide a gritos salir pero que permanece escondido porque nadie ha reparado en él. Muchos buscan fuera lo que solo se puede encontrar dentro, esto es, la verdad y el sentido. Juan Pablo II decía que “la conquista de la interioridad es la clave de una vida que vale la pena ser vivida, porque se convierte en un descubrimiento extraordinario, nunca acabado, de sí mismo, de los otros, del mundo y de Dios. Es también el camino de una comunión fraterna con todos los hombres”.
Pero para conquistar la propia interioridad hay que estar provisto del hábito de la contemplación y de la reflexión, es necesario haber formulado muchas preguntas y haber escuchado al silencio. De lo contrario, cuando el activismo de la vida ordinaria cese y aflore el silencio, cuando nos encontremos solos frente a nuestros pensamientos y sentimientos -no acostumbrados a experimentar y a afrontar pequeñas sensaciones de vacío- nos invadirá el miedo y la inseguridad. Por falta de fortaleza seremos vencidos por la amargura, la angustia y el aburrimiento. Según Rafael Alvira, “el aburrimiento es experimentar el pasar de un tiempo en el que no pasa nada; la vivencia de la nada del ser; una continuidad en la nada, una eternidad sin contenido, una felicidad sin gusto, una profundidad superficial, un hartazgo hambriento”. Es de valientes atreverse a estar solo y encontrarse consigo mismo.
Hay que recuperar la soledad sana del sabio. El filósofo acompaña a la soledad para dialogar con ella en silencio; un silencio que no frustra ni encarcela, sino que llena y libera. “La soledad del sabio es soledad acompañada”, esto es, una soledad que te hace estar solo pero no sentirte solo. Evadirte de vez en cuando del ruido que te impide pensar, de la fugacidad del tiempo ordinario que te altera y te dispersa, de las preocupaciones y problemas que te inquietan, etc., proporciona paz, purifica la mente y enriquece el espíritu. Como bien dice Sócrates: “Una vida no examinada no merece ser vivida”. Para salir de uno mismo, primero hay que entrar. El filósofo busca la soledad para convivir con la contemplación, con la reflexión, para dialogar con el silencio y con su pensamiento. Llega así a la verdad que nutre y da sentido a la vida. La soledad que no acompaña ni aporta, perjudica seriamente la salud.
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