lunes, 18 de abril de 2011

¿TE APETECE UN BATIDO DE VAINILLA?

Con una condición: que sea del gallipot

Mª del Pino Gil de Pareja
Blanca Mª de la Puente González-Aller




Un batido, una sociedad


Sabemos por naturaleza que la existencia humana en solitario hace imposible la felicidad, la vida en sí misma. Ningún hombre opta por vivir enteramente solo ya que el hombre es por naturaleza un animal social. Los seres humanos estamos vinculados los unos con los otros pues nos necesitamos mutuamente, todos somos como un solo hombre, y este único hombre no es sino la sociedad. Al igual que un batido de vainilla requiere de una mezcla de diversos ingredientes para lograr el sabor deseado, la sociedad requiere la convivencia de los distintos miembros que la conforman para alcanzar su fin: el bienestar común.


La estructura de una sociedad es semejante a la de un batido de vainilla, todos sus ingredientes se encuentran en un mismo vaso pero no por ello ocupan un mismo nivel de la jerarquía. Todos tienden a un mismo fin, este es, lograr el sabor perfecto, un sabor inigualable, un sabor único, donde todos los ingredientes forman uno solo, y solo entonces podrás afirmar con certeza y orgullo que este es realmente “el batido del Gallipot” y no el de cualquier otro sitio, es decir, la verdadera sociedad, y no otra cualquiera en la que escasean los valores y los deberes respecto al bien común. Si lo que busca el pragmatismo es ceñirse a las situaciones y elementos de la vida cotidiana, ¿qué mejor que filosofar acerca de algo tan cercano y asequible como una bebida de semejante calibre?

La mayoría de los vasos en los que se sirven batidos muestran una figura alargada a modo de cilindro en la que la parte superior, la cual solemos identificar como el borde de la copa, suele ser la más ancha. Progresivamente tiende a estrecharse conforme se desciende hasta el llamado culo o pie del vaso.

Es en la parte más amplia en la se encuentra situada, casi siempre a punto de desbordarse, la nata montada. Sobre ella se alza altanero el caramelo. El caramelo es el sorbo más bueno y placentero del batido. Su sabor nos endulza hasta las entrañas. El más mínimo contacto entre nuestras papilas gustativas y este pegajoso manjar ilumina de repente nuestra mirada. Así es el placer, ídolo de la mayor parte de la sociedad. Despierta en nosotros nuestros más recónditos deseos y nos llama con fervor e insistencia. No es por tanto de extrañar que muchos hayan dicho que sí a su llamada. Gentes de todo tipo y condición viven en y por el placer constituyéndose así en el caramelo del batido de la sociedad. No hay nada más que ocupe sus mentes o corazones puesto que el placer lo inunda todo. Es, sin embargo, el trago más corto y efímero: el caramelo se acaba enseguida.

Tras el líquido del caramelo, le toca ahora recorrer el tubo de la pajita a la nata. Este ingrediente es siempre esencial en las bebidas refrescantes. Su textura espumosa nos aporta cierta sensación de confort y serenidad. Es algo así como el colchón en el que reciben su descanso las personas tibias de la sociedad. Gentes que no se decantan ni por un extremo ni por el otro, sino que deciden o, más bien su instinto les conduce a, tumbarse a descansar y no molestarse en luchar. No se plantean ni siquiera el por qué de su existencia porque ello supondría demasiado esfuerzo. El resultado es el asqueamiento o pesadez que en ocasiones produce un atracón a nata montada. Si bien es cierto que  parte del ingrediente queda a veces dentro de la copa, el resto tiende a desbordarse por las paredes exteriores a causa de la magnitud del batido en sí.

Y por fin llega a nuestros labios el inconfundible sabor a vainilla protagonista de nuestra bebida. El batido es la esencia, la parte más duradera, aquello que parece abarcarlo todo y que cumple el papel protagonista. A él pertenecen todas aquellas personas que se han decantado ya por su lugar en la vida. Ellas conocen su misión y luchan diariamente por cumplir sus objetivos con esfuerzo y dedicación. Gentes trabajadoras y luchadoras, maduras y responsables. Se podría decir que el batido de nuestra sociedad está formado por todas aquellas personas que alguna vez cursaron la asignatura más importante de nuestras vidas que no es otra que la de teorizar acerca del por qué de nuestra existencia. Ellas ya se lo plantearon y dieron cuenta de su misión, luchando diariamente por cumplir, no sin esfuerzo, las tareas a ellos encomendadas. Sin embargo, ellos no han llegado hasta el fondo del vaso. Ellos no son el último sorbo.

El último sorbo es siempre el más esperado. Es, sin embargo, aquel al que cuesta más llegar. Para acceder a él es necesario haber ingerido anteriormente todo el batido. En este último sorbo se haya contenida toda la esencia del batido: caramelo, nata y vainilla se reúnen al final del camino para dar lugar a la confluencia de sabores más deliciosa jamás probada. Son los filósofos los únicos que tienen  acceso privilegiado al sorbo final del batido de vainilla. Son ellos los únicos que no han sucumbido a la tentación del caramelo, que no se han detenido a descansar en el esponjoso colchón de la nata y que tampoco han decidido establecerse cómodamente en el batido de la mayoría. No. Ellos han querido luchar hasta la meta para poder llegar hasta el sorbo final. En él se puede experimentar el placer del caramelo, pero no de manera superficial sino desde dentro. Se descansa en la nata de la búsqueda. Y se brilla por ser diferente, único e inconformista. Pero pese a todo lo anterior, el sorbo final es vergonzoso. Cuántas veces debemos contenernos a nosotros mismos y guardar las composturas para no sorber el poso de la bebida cuando estamos ante el público. Y es que, nunca se dijo que ser filósofo fuese fácil. Sorber en público y conteniendo la vergüenza el poso final del vaso aunque ello suponga la mirada indiscreta e hiriente del público: eso es la filosofía y es ahí donde nos encontramos los filósofos en el inacabable batido de vainilla de la sociedad.

 El verdadero filósofo es el que le daría la vuelta a este ensayo aduciendo a su autor una pequeña pega: el batido se bebe de abajo arriba. Si has caído en ello, eres un filósofo.



FALTA RESPETO Y SOBRA MANIPULACIÓN


“Soy amigo de Platón, pero soy más amigo de la verdad” dijo una vez Aristóteles. Pero ¿Qué es la verdad? Esta pregunta la han formulado pensadores de todos los tiempos y la definición más aceptada y clara fue propuesta por Tomás de Aquino: la verdad es la adecuación del entendimiento y la realidad. Ahora bien, si el conocimiento que toda persona posee sobre la realidad admite la duda, la opinión y la certeza, y si según esta célebre frase que define la verdad, es el entendimiento el que se conforma a la realidad de las cosas, entonces ¿Existe la verdad cuando dudo? ¿Es que solo cuando tengo certeza y evidencia de que la realidad que conozco se adecua a la realidad de las cosas puedo decir que algo es verdadero? ¿Puedo conocer la verdad?

Cada vez que me hago a mi misma estas preguntas se barajan en mi cabeza distintas respuestas. Por momentos pienso que podemos conocer la verdad, pues sin verdad no sería posible el conocimiento y sin conocimiento no podríamos manifestarnos la verdad recíprocamente y en consecuencia, la sociedad no existiría. Pero una vez dicho esto, cambio de opinión repentinamente y pienso que uno no puede conocer la verdad, pues cada uno conoce de manera subjetiva, pero no… esto me llevaría a un relativismo, postura con la que estoy totalmente en contra. ¿Será  entonces la verdad el producto de la opinión de la mayoría? Tampoco, sería como decir que la verdad es aquello que decide quien tiene poder para imponer su opinión. Estoy segura de que esta confusión proviene de un malentendido en la definición de verdad, y así es. Tomás de Aquino quería decir que el sujeto depende de la realidad no la realidad del sujeto. En la sociedad actual caemos en la tentación de creer que la verdad depende del ser humano, pero la verdad es la realidad y por tanto no es relativa ni del conocimiento ni de la voluntad del hombre, no depende de las opiniones de la mayoría.

Reflexionando uno cae en la cuenta de que el ser humano sabe que muchos de sus conocimientos son poco seguros, más o menos dudosos, probables o incluso erróneos, pero sabe también que algunos conocimientos son ciertos e incuestionables. Esto es porque tenemos constancia de la existencia de una verdad que, al tiempo que nos trasciende, nos resulta alcanzable. Ya lo decían los versos de Antonio Machado:

“¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.”

Si descolocamos el concepto verdad y pasamos a ‘mi’ verdad estamos rompiendo la objetividad. Empezamos a especular, a hacer nuestra verdad pero no es la verdad. La misma experiencia del error nos demuestra que se puede alcanzar la verdad pues sabemos que un conocimiento o una acción es un error cuando lo comparamos con lo verdadero, de lo contrario todo serían errores y no nos daríamos cuenta. “Podemos equivocarnos y olvidar, pero sabemos que la realidad es única y que siempre hay una verdad, incluso cuando se miente o se yerra”[1].

El hombre busca por naturaleza la verdad, tanto en la acción como en la palabra. Pero dada nuestra naturaleza, el conocimiento humano siempre se verá sujeto a dificultades exteriores e interiores: por un lado, el carácter oscuro de la realidad y por otro lado, la torpeza de nuestro entendimiento guiado por los intereses personales y cegado por la comodidad, la riqueza, el poder, la fama, el placer… que pueden llegar a tener más peso incluso que la propia verdad. Por esta razón es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad reconociéndola como es y no como los gustos de la inteligencia prefieran. La verdad tiene su origen en la realidad  por lo que la adecuación entre el entendimiento y la realidad depende más de lo que son las cosas que del sujeto que las conoce.

Un conocimiento es verdadero cuando manifiesta y declara el ser de las cosas. Para aceptar la verdad hay que reconocer las cosas como son. Si se vive a espaldas de la verdad uno acaba en la autojustificación, en la subjetividad enfermiza, en el relativismo. Vivimos en una sociedad en la que se cumplen las palabras de Pascal que dicen así: “Decir la verdad es útil para aquel a quien se dice, pero es desventajoso para el que la formula, puesto que se hace odiar”. Pero a esto contestaría Goethe: “La verdad enojosa vale más que el error provechoso”

Debido a una falta de respeto en la manifestación de la verdad por parte de las personas, nuestra sociedad acaba recibiendo con confianza un lenguaje manipulado que no conduce según la verdad sino según los intereses del propio manipulador. Nuestro reto hoy en día es educar en la verdad mediante el lenguaje, que es el vehículo y expresión del pensamiento, con el fin de conducir al humanismo y acabar con esa inclinación a ocultar o deformar la verdad. En el lenguaje “la verdad se desdobla en dos diversas vertientes, por una parte, la precisión del lenguaje, y por otra, el ajuste del habla a las situaciones particulares”[2]. Como quiere mostrar Austin “un adecuado análisis del lenguaje veritativo confirma la teoría de la verdad como correspondencia entre enunciados y hechos”[3].

Para avanzar en el conocimiento debemos esforzarnos por captar mejor la realidad de las cosas y no conformarnos y quedar anclados en lo que opinan las personas pues no constituyen una fuente última de verdad.

                                        



[1] E. Alarcón: Verdad, Bien y Belleza. Cuando los filósofos hablan de valores, Anuario filosófico, nº 103 (2000), p. 61.
[2] J. L. Austin: Análisis y verdad, Anuario Filosófico X/2 (1977), p.4
[3] Ibíd., p.2

domingo, 27 de marzo de 2011

RELATIVO Y RELATIVISMO NO SIGNIFICAN LO MISMO

Hace aproximadamente seis años, en un debate de clase de ética, Claudia comparó el relativismo con un virus que invade la inteligencia y le impide reconocer que las cosas son como son. -¿Qué opinas de esta comparación?- me preguntó el profesor. Yo apenas había oído antes la palabra relativismo, así que dejé la respuesta en manos de mis compañeros. Al día siguiente, mientras estudiaba la lección, cogí el diccionario de la RAE y consulté el significado de la palabra relativismo que decía así: “Doctrina según la cual el conocimiento humano solo tiene por objeto relaciones, sin llegar nunca al de lo absoluto”. Esto es verdad- pensé. El mundo es una compleja red de conexiones entre sucesos, personas y objetos que se relacionan en el espacio y en el tiempo y que difieren según la cultura, los gustos, las apetencias, la ideología…todo es relativo. Pero mi postura relativista se ponía en duda cada vez que recordaba el comentario con el que Mónica refutó a Carla: “Si la ética fuera cuestión de gustos, el traficante de droga, el asesino, el violador y el ladrón podrían estar actuando éticamente; todas las acciones podrían ser buenas acciones” ¿Entonces quien tiene la razón? No lograba salir de la confusión.
Pero tras años de reflexión, y a raíz del texto “Pragmatismos y relativismos (C.S. Pierce y R. Rorty)” he caído en la cuenta de que “relativo” no significa “subjetivo”, ni es tampoco lo mismo que “relativismo”. Lo relativo es también objetivo: yo soy objetivamente una chica de 19 años, pero también soy objetivamente una hija de mis padres, una alumna de mis profesores, amiga de mis amigos, novia de mi novio, hermana de mis hermanos…y según las circunstancias cada uno deberá tratarme como objetiva y relativamente soy. Por el contrario, el relativismo pretende que cada quien actúe según sus motivos, según sus apetencias, sus deseos y sus opiniones tomando como criterio la satisfacción, es decir, identificando lo objetivo con lo que uno querría que fuese. El relativista toma por real lo que le conviene, ya lo decía don Quijote al afirmar “Eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa”. El relativismo condena toda norma moral y exige que cada uno intente alcanzar la felicidad como le parezca oportuno y provechoso. Se trata por tanto de un relativismo como pragmatismo vulgar, un relativismo escéptico que “abandona las nociones de objetividad y de verdad, renuncia a la filosofía como búsqueda y simplemente aspira a continuar la conversación de la humanidad”[1].
En general, aceptamos la universalidad de ciertos bienes. Sin embargo, cuando se quiere hablar del bien, de la verdad objetiva, surge siempre una diversidad de opiniones que dan lugar a conflictos. Y surge también, contra la objetividad de la verdad, la discrepancia del relativismo al afirmar que no hay bienes objetivos, pues no hay más que ver como unas culturas han tenido por buenos los sacrificios humanos, la esclavitud, la poligamia, etc., mientras que en otras no. No creen que exista una medida universal, un criterio de verdad que explique lo que está bien y lo que está mal, sino que todo está sujeto a la convención. A mi modo de ver, la regla del propio gusto cae por su propio peso, ya que entra siempre en conflicto con los gustos de los demás porque como dice el refrán, “en yendo contra mi gusto/ nada me parece justo”. Si cada uno se deja llevar por sus propias apetencias sin tener en cuenta los intereses del resto, se abre la puerta al “todo sirve” quedando anclados en un eterno conflicto, y en la monótona respuesta del ¿Y por que no?; sea cual sea la pregunta ¿Por qué te drogas? ¿Por qué robas? ¿Por qué estas a favor de la eutanasia? ¿Por qué practicas el aborto? toda explicación se reduce a un ¿Y por que no?
En mi opinión, el relativismo se identifica con el egocentrismo, es un quedarse en uno mismo, en la propia subjetividad, en un “todo vale porque yo lo digo” que surge a raíz de un malentendido con lo “relativo”. Es cierto que todo es relativo porque todo está relacionado, hay pluralismo, pero al mismo tiempo todo es objetivo en cuanto que es real, y en lo real existe una jerarquía de valores. Los seres humanos, por el hecho de ser libres tenemos la capacidad de escoger entre diferentes formas de conducta, ahora bien, no todas son igual de valiosas. Se requiere un criterio de aplicación universal que nos haga distinguir entre lo bueno y lo malo y nos permita alcanzar las verdades absolutas. Pero este criterio lleva consigo el falibilismo que como bien dice Peirce contribuye a la comunidad “con sus aciertos e incluso con sus fracasos, pues estos sirven a otros para llegar más lejos que él hasta completar el asalto de la ciudadela de la verdad trepando sobre los cadáveres de las teorías y experiencias fallidas”[2].
A lo largo de la historia se han resuelto incontables luchas y desconformidades grandes y pequeñas, pero ello sólo sucede cuando los interlocutores están dispuestos a ceder en sus intereses y personales puntos de vista, es decir, cuando son capaces de una acción ética, algo que escasea en nuestra sociedad. A día de hoy, es necesario apostar en mayor grado por un pragmatismo pluralista no relativista con el fin de alcanzar un mayor perfeccionamiento y progreso humano, sin necesidad de fundamentos éticos ni científicos pues “la verdad no puede ser agotada por ningún conocimiento humano, sino que queda siempre abierta a nuevas formulaciones”[3].


[1] J. Nubiola: “Pragmatismos y relativismo: C. S. Peirce y R. Rorty”, Unica II/3, 2001, (pp. 9-21), p.4.
[2] Ibíd. p. 4
[3] Ibíd. p. 7

sábado, 12 de marzo de 2011

UNA CARTA MÁS DEL DIABLO A SU SOBRINO


Querido Wittgenstein:

Sabes bien que para mí has sido y serás siempre la figura más relevante y emblemática de la llamada filosofía del lenguaje. Eres consciente de que siento gran admiración por ti y por tu excelente obra, el Tractatus logico philosophicus, que como te habrás dado cuenta, está siendo tenida muy en cuenta por los investigadores neopositivistas de hoy en día. Pero he de confesarte que últimamente hay algo que me inquieta, algo que me obliga a observarte con mayor atención y a mantenerme en guardia a la espera de lo que pueda ocurrir. Son tus pensamientos Wittgenstein. Son tus pensamientos y tu actitud lo que me preocupa.

“Lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente; y de lo que no se puede hablar hay que callar”[1]. ¿No es cierto que fuiste tú el autor de estas palabras? ¿Verdad que sí, Wittgenstein? Una sonrisa se dibujaba en mi cara cada vez que estas palabras salían de tu boca. Éramos tú y yo contra el Enemigo. Tu intención, dijiste, era trazar límite al pensamiento de manera que todo lo que traspasara el límite sería considerado absurdo y sin sentido por no ser verificable. Como consecuencia de esto, erradicaste por completo, tanto de tu lenguaje como de tu pensamiento, toda proposición referente a Dios. ¿Es que acaso no tengo razón Wittgenstein? ¿Por qué ahora me haces dudar de tus palabras? A veces siento que no hay una completa y perfecta ausencia de Dios en ti.

Estaba repasando por enésima vez el Tractatus cuando analicé más detenidamente la frase en la que dices “Existe lo inexpresable, esto se muestra, es el elemento místico”[2]. ¿Qué insinúas Wittgenstein? Eres ateo chico, siempre lo has sido.

Tu última carta no revela sino tu ignorancia. Pareces estar seguro al afirmar que “el libro quiere trazar un límite al pensar o, más bien, no al pensar, sino a la expresión de los pensamientos”. No seas tonto Wittgenstein, no quieras de ninguna forma dar cabida a lo supraempírico. Eres uno de los nuestros, eres uno del Círculo de Viena.

Y esto no es todo. No sé si es porque esta preocupación me está volviendo loco, pero presiento que vendrá un nuevo Wittgenstein, un segundo Wittgenstein que nos traicionará por completo y se pasará al bando contrario, convirtiéndose en defensor de las proposiciones del Enemigo al poner acento en el lenguaje como actividad. Espero que esto no sea motivo para alarmarme. Estoy lleno de inquietud, pero a la vez de esperanza que, espero, no desvanezca ante una decepción.

Me parece que necesitas tomarte un respiro. No dejes que tus pensamientos se te escurran entre los dedos de las manos. La situación es muy grave, créeme. Piénsatelo bien muchacho. Piénsatelo porque no veo motivo alguno por el que debiera tratar de protegerte de las consecuencias de tu ineptitud. No quiero asfixiarte. Confío en ti y se que no me fallarás, sé que se trata únicamente de un malentendido, pero ya sabes que uno siempre se queda más sosegado cuando escucha lo que quiere oír en boca de la persona correspondiente. Y ese eres tu mi querido Wittgenstein, esperaré con ansia tu respuesta. Y recuerda; “de lo que no se puede hablar hay que callarse”.

Tu cariñoso tío,                                                                                                                                                       ESCRUTOPO
***
Mi queridísimo tío Escrutopo;

Creo, si mal no recuerdo, que al regalarte un ejemplar del Tractatus te advertí repetidas veces que su lectura requería mucho tiempo, esfuerzo y reflexión, pues nunca antes te habías parado a pensar por ti mismo, en silencio y soledad, la dificultad de los problemas en él abordados. Es por eso que sólo a la enésima vez lo has comprendido.

No hay ningún malentendido entre nosotros Escrutopo. Tú y tus seguidores interpretasteis mal mis palabras. Nunca fui miembro del Círculo de Viena ni jamás me he considerado un neopositivista.

Ni tu postura ni la de tu Enemigo lograron nunca convencerme por completo, por lo que decidí tomar una postura neutra, intermedia; el agnosticismo, pero no un agnosticismo cualquiera. Rechazo, y en esto estoy de tu lado, que no hay posibilidad alguna de una demostración de la existencia de Dios, ahora bien, eso no excluye que pueda existir una certeza a la que considero mística: “Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico”[3]. “Lo que se puede mostrar, no puede decirse”[4], pero sí manifestarse.

Debe quedarte claro que con mi obra he querido trazar un límite al lenguaje y no tanto al pensar, de modo que lo que traspasa el límite es absurdo en el sentido de que resulta impensable y no se puede decir mediante el discurso. Te he decepcionado, lo sé.

Si acerca de mi trabajo quieres corregir algún aspecto en lo que a la expresión de mis pensamientos se refiere, soy todo oídos, pero sólo en ese caso, pues si de algo estoy seguro es de la verdad de mis pensamientos. Y respecto a lo del segundo Wittgenstein, yo no soy quien para predecir el futuro, pero solo te recuerdo que mi obra tiene dos partes “la que he escrito y, además, todo aquello que no he escrito”.

                                                                                                                        L.W








[1] L. Wittgenstein: “Prólogo”, Tractatus Logico-Philosophicus (1922). Traducción castellana de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera. Alianza, Madrid, 2003, pp. 47-48.
[2] L. Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus. [6.522]
[3] Ibid. [6.522]
[4] Ibid. [4.1212]

¿QUÉ SIGNIFICA “FELICIDAD”?


¿Qué es la felicidad? Durante varios años he permanecido a la espera de encontrar una respuesta convincente a esta pregunta que un día lanzó mi profesora de filosofía nada más comenzar el bachillerato; un interrogante que quedó abierto pero que hoy, a raíz de la lectura de Bertrand Russell, por fin ha logrado su cierre.

Nunca me había parado a pensar lo valiosa y significativa que podía llegar a ser una simple palabra. No cabe duda de que el término felicidad entra dentro de los temas que Russell considera profundamente abstractos, aquellos cuya interpretación resulta más fácil en lo que a la palabra se refiere y no en lo que representa el símbolo. Antes de abordar el tema es preciso tener una vaga idea de qué es lo que entiende la gente por felicidad, por ello, me he tomado la molestia de agrupar brevemente las diversas opiniones que han surgido de boca de todo tipo de personas ante la pregunta ¿Qué es para ti la felicidad?

Felicidad es:
Fortuna, lujo, placer, bienestar, diversión, pasatiempo, posesión, juego, satisfacción...
Encontrar en el sufrimiento, en la felicidad del otro y en el bien la propia venturanza.
Liberación de las ansiedades, dudas, miedos y preocupaciones, lo que permite gozar de paz interior.
Instantes que nos hacen creer vernos en el paraíso al alcanzar nuestro deseo, ilusión, sueños o metas.

Conseguir para los demás lo que siempre has deseado para ti.

Intención o anhelo vehemente de llegar a ser más de lo que uno es hasta dar con el objetivo propuesto: imitación de Dios.

Disfrutar al máximo cada momento como si fuera el último de tu vida.

Acto de querer siempre lo que se hace y no de hacer siempre lo que se quiere.

Dar sin esperar nada a cambio; amar y ser amado.

Se trata de una generalidad de hechos variados, cualquiera de los cuales hace verdadero el término felicidad. La felicidad nos remite de primeras al éxito, a una sonrisa, al bienestar, al dinero, al ocio… y creemos que esto es todo lo que se puede decir de la palabra. Sin embargo, no siempre resulta ser una satisfacción ante la posesión de un bien, pues también el sufrimiento reporta felicidad; entre desgracias y adversidades siempre hay cabida para una sonrisa. Esto prueba que no hay una noción exacta[1] de felicidad porque como diría Russell “es una palabra cuyo campo de aplicación es esencialmente dudoso”. Si uno cree que todo lo que una palabra representa se encuentra escrito en un segundo diccionario de la Real Academia Española, esta completamente equivocado, ya que cada persona posee una “definición” o “concepto” vago de las palabras según lo que estas le sugieran.

Uno nunca puede decir exactamente quién es feliz ni cómo de feliz es, ni siquiera de uno mismo. La imprecisión del término felicidad es mayor cuando juzgo la felicidad de una persona basándome únicamente en la apariencia, en las facciones de la cara o en su estado de ánimo, mientras que es menor cuanto más conozco a la persona y menor aún, cuando mis estímulos experimentan esta sensación. Como diría el “realismo semántico” de Russell, sólo el que es feliz tiene un conocimiento directo de la felicidad. Ahora bien, esa mayor o menor vaguedad o imprecisión no está en la palabra felicidad que todos empleamos sin la menor dificultad, ni tampoco en lo que ésta representa pues todos sabemos que hay diferentes motivos para ser feliz, sino en la relación que se da entre ambas, es decir, en la relación entre lo que significa y lo que es significado, entre la felicidad y lo que nos aporta felicidad. Una conexión de la que sólo es autor el sujeto: sólo uno mismo sabe si es feliz, por qué es feliz y en qué grado es feliz.

La felicidad, al igual que la corrupción del cuerpo, es un proceso en el que “nadie puede decir precisamente cuándo alcanza este estado”[2], un proceso al que no se le puede establecer un límite de aplicación y que por tanto no tiene un significado preciso. Lo mismo ocurre con el tiempo ¿Sabría alguien definir con exactitud y precisión qué es el tiempo? No, y tampoco  nadie puede pararse a pensarlo, pues si te paras a pensarlo te detienes en el tiempo pero el tiempo no espera, no para, y cuando crees tenerlo lo has perdido ¿Acaso éste puede negociarse, alquilarse, obtenerse o comprarse? En absoluto, el tiempo es totalmente perecedero y no puede ser almacenado. El que acaba de transcurrir se ha ido para siempre y no ha de volver jamás. Nadie sabe qué es el tiempo y sin embargo todo el mundo sabe que cualquier actividad requiere tiempo, se desarrolla en el tiempo y que consume tiempo. En definitiva, que la vida es tiempo pero ¿qué significa el tiempo? Al igual que no se puede ver cuál de los dos vasos de agua de Russell es el que tiene tifus, también la felicidad y el tiempo ciega a los ojos… ya lo decía A. De Saint-Exupery en su libro El principito: “No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos[3]”. Y para lograr ver lo esencial de la felicidad, es preciso no atribuir al mundo las propiedades del lenguaje que, según Russell, es lo que viene haciendo la filosofía desde Kant dando lugar así a numerosos problemas, sino que hay que evitar “las inferencias falaces de los símbolos en las cosas (…) evitar ser influidos por el lenguaje”[4]. El lenguaje puede decir muchas cosas pero no puede decirlo todo. La felicidad es un misterio maravilloso, un secreto por desvelar, un tesoro por encontrar y una oportunidad al alcance de todos.

Existe por tanto vaguedad[5] en la felicidad y en el tiempo, al igual que en lo rojo, en lo verdadero y en lo falso, en el segundo, en la calvicie…Todos los símbolos, como bien afirma Russell, son vagos en menor o mayor grado según el margen de error que se dé en las distintas observaciones, y no por ser vagos son falsos ya que “una creencia vaga tiene mayor probabilidad de ser verdadera que una precisa”[6]; de no ser así, nadie en este mundo sería feliz.

Tras esta breve reflexión he comprendido que felicidad es una palabra con infinitas acepciones, pero ninguna de ellas aporta una definición exacta y precisa. No me malinterpretes y pienses que la felicidad no existe, pues como diría E.H Gombrich “No se debe confundir la dificultad con la imposibilidad”. La felicidad existe pero no hay un significado ideal que la determine.

“La filosofía dulce bálsamo de la adversidad. Ella te consolará, aunque te halles proscrito” dijo Shakespeare en su obra Romeo y Julieta. Como reza el adagio latino, “aunque sea propio de sabios errar de vez en cuando, más saber manifiesta rectificar; en cambio no hacerlo es propio de necios”. Así pues, mientras nadie me convenza de una definición mejor que me haga rectificar, de ahora en adelante a todo aquel que me pregunte ¿Y qué es para ti la felicidad? Responderé sin dilación,                          
                                                                    
                                                                       Vaguedad, pura vaguedad…










[1] “Una estructura es una representación exacta de otra cuando las palabras que describen una de ellas también describen la otra estructura al dárseles nuevos significados a las palabras”. B. Russell, “Vaguedad”. Pág. 21.
[2] Bertrand Russell: “Vaguedad” (1923) en M. Bunge (ed.), Antología semántica, Buenos Aires, Nueva Visión 1960. Traducción de E. Arias y L. Fornasari, y revisado por Mario Bunge. Pág. 17.
[3] A. De Saint-Exupery, El principito, Europa Ediexport, Fuenlabrada (Madrid), 1987, Pág.88.
[4] Bertrand Russell: “Vaguedad” (1923) en M. Bunge (ed.), Antología semántica, Buenos Aires, Nueva Visión 1960. Traducción de E. Arias y L. Fornasari, y revisado por Mario Bunge. Pág. 14.
[5] “Una definición es vaga cuando la relación entre el sistema representativo y el sistema representado no es biunívoca, sino multívoca”. B. Russell, “Vaguedad”. Pág. 21
[6] Ibíd., Pág. 23.